Una pandemia de locura, como antaño la peste negra, se extiende por Europa. El foco infeccioso se sitúa en Grecia, donde un Gobierno populista tiene la osadía de consultar al pueblo que incorrectamente llaman soberano para saber si acepta el trágala de los acreedores. Con la mente obnubilada por la afrenta, 18 países que comparten moneda se han propuesto dar un escarmiento al infractor. Ha comenzado la lapidación: ahora sabrán lo que vale un peine estos griegos disolutos, culpables de su miseria, de votar a quien no deben y de morder la mano que les daba de comer. Sufrían al abrigo del euro, pero serán los parias de la tierra como crucen la puerta de salida.
Ya en los comienzos del proceso negociador se percibían los primeros síntomas de estupidez. Unos y otros sabían -saben- que Grecia no puede afrontar el pago de su deuda, pero todos actuaban como si pudiese. Mantenían la ficción: los manicomios están llenos de napoleones de pacotilla. Solo les importaba seguir ganando tiempo y aplazar el estallido inevitable. De ahí la absurda posición de los acreedores: les doy dinero, exclusivamente, para que me devuelvan el que les presté antes, más los intereses acordados. A cambio, ya se sabe, más aceite de ricino. Dominique Strauss-Kahn, cerebro privilegiado echado a perder por el desenfreno de su libido, describe el mecanismo sin tapujos: es «irresponsable» exigir a Grecia más ajustes y «estúpido» seguir dándole ayudas que sirven «únicamente para reembolsar a los acreedores». El propio ex director gerente del FMI, además de entonar el mea culpa, señala sin ambages la única manera de evitar la catástrofe: una «reducción significativa» de la deuda griega y el alargamiento de los plazos para devolver el resto. Obama, que aún no milita en Syriza, piensa lo mismo.
Pero a estas alturas, desatada la histeria colectiva y mientras la película se acerca al desenlace trágico, de poco sirven los argumentos racionales. Y menos aún las apelaciones a la solidaridad con un pueblo manirroto que, después de falsear sus cuentas, vivir de la sopa boba durante décadas y jubilar peluqueros a los 52 años, aún se atreve a levantar la cresta, aunque le cueste quedar aprisionado en su corralito. ¿A quién le importan los griegos?, se preguntaba ayer Enrique Clemente, en uno de los escasos artículos que eluden la paranoia circundante. A nadie, querido Enrique. O a muy pocos.
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Como esto de la solidaridad supone predicar en el desierto, yo quiero apelar al egoísmo. Si Grecia se va, empujada o motu proprio -tanto da-, preparémonos para lo peor. Llega nuestro turno en el potro de tortura. Pronto Grecia quedará relegada a un perdido rincón de los periódicos. España ocupará su lugar en portada y entonces ni siquiera tendremos a mano a Zapatero para descargar sobre él nuestra frustración. Entenderán así que estos días, cada vez que escucho el restallar del látigo sobre las espaldas griegas, solo se me ocurre preguntar: ¿pero nos hemos vuelto todos locos?