Exactamente ahí, Peck, es donde reside la universalidad y singularidad de la tauromaquia. El Pathos, el centro nuclear del rito. Un espectáculo público en el que se realiza una representación de sangre, muerte y danza entre el animal y el hombre, extraordinariamente refinada en sus formas, métodos y expresiones, aunque brutal en su fondo, donde lo que se valora no es la eficiencia asesina, ni la fuerza ni incluso la destreza del torero sino la gracia, armonía y valor del torero. Como decía el ciudadano Kane, es como la actuación solo que “de verdad”.
Entablar una discusión sobre la transmisión de los valores positivos o negativos sociales de esta representación es caminar sobre aguas pantanosas, gracias a dios, me atrevo a proclamar, dado que de otra forma la vida sería como un tapete monocromo. Yo no puedo ni quiero renunciar a la ambigüedad, a la maldad, a la brutalidad y a la perversidad como atributos de una forma de arte y de expresión. Piensa en la literatura, en el cine, en música y seguro que no recuerdas a Bambi, Sissy Emperatriz o Mocedades como paradigma de la experiencia artística. No quiero decir que todo deba ser oscuro y negativo, pero estos elementos perturbadores también son parte consustancial de la expresión artística, y por tanto humana.
Yo soy profundamente anti religioso, pero no puedo evitar conmoverme ante la Misa Solemne de Beethoven o la Misa en Si menor de Bach. Son experiencias que te llenan de espiritualidad y te transforman en creyentes por un momento. También pienso que este tipo de contradicciones nos hacen ser más humanos.
Y además son muy divertidas.


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