The Economist hace muchos años que tiene un pie en cada lado. Pone una vela a Dios y otra al diablo.
Practica un tipo particular de liberalismo. Por un lado defensor del libre mercado mientras que por otro se ha hecho eco de muchas de las políticas de la izquierda.
El negocio es el negocio y así tiene a todos contentos.
Sus artículos, por lo general, no llevan firma, cosa que algún crítico ha atribuido a la edad de sus corresponsales. “La revista está escrita por jóvenes simulando que son viejos”, dijo el periodista financiero Michael Lewis. “Si los lectores estadounidenses pudieran echar un vistazo a las juveniles caras de sus gurús económicos, cancelarían sus suscripciones en masa”.
Cuando lees un artículo sobre la exportación de materias primas rusas o la deriva represora del gobierno birmano, asuntos sobre los que el lector medio sabe bastante poco, pues este se queda satisfecho, pero cuando se trata de la política o la economía española, asuntos sobre los algunos sabemos algo más, se equivoca tanto como cualquier otro medio.
The Economist es una publicación a la que le gusta crear la fascinante sensación de que, con solo unas horas de lectura a la semana, el lector puede tener el mundo en la cabeza. La realidad es que esta publicación, en realidad es la visión del mundo que tienen unos pocos centenares de licenciados en las universidades de élite británicas. Y punto.
Que ojo, aunque puede estar sujeta a ciertos sesgos, eso no quita que no sea toda una institución. No todas las publicaciones pueden decir que llevan 175 años en la brecha.
Con todo esto ¿que quiero decir? Pues que aunque The Economist es una publicación muy a tener en cuenta, no es perfecto, y puede decir alguna que otra tonteria y no estar correctamente informado siempre.
Y un ejemplo de que no siempre toda la información es correcta a pesar de que se dispongan de muchos y caros medios, es el CIS de Tezanos.
