Pero lo increíble de Jesús Reina no es cómo desapareció sino cómo apareció. Este muchacho, que vive y estudia en Nueva York, nació en Málaga en el seno de una familia, vamos a decirlo con cariño, de extrema humildad. El asunto comenzó cuando todos vieron que el crío, a los dos años, se quedaba encandilado con su abuelo, que tocaba verdiales (un peculiar fandango de la tierra, de carácter festivo) con su violín, por los pueblos, para sacarse unas perras. El juego favorito de Jesusín era “tocar el violín” con dos perchas. Tan fuerte le dio que, al poco tiempo, alguien sacó de no se sabe dónde un violín en miniatura, un violín “de niño”, y ahí comenzó la felicidad del chavalín.
Pocos años después, el público no creía lo que veía cuando, entre los violines primeros de la Orquesta Joven de Andalucía, la célebre OJA que fundó y dirigía Juan de Udaeta, se sentaba, muy derechito, un crío canijo y guapo que no llegaba con los pies al suelo. Era Jesús Reina, 9 años, que hizo con toda disciplina y eficacia su parte en el Preludio de Jerónimo Giménez, en el Amor brujo de Falla y -¡hala!- en los Cuadros de una exposición de Mussorgski, gigantesca versión de Ravel. Jesusín Reina tuvo que saludar él solo. Se metió al público en el bolsillo... por lo crío que era.
Pronto se lo ganaría por otros motivos. Jesús Reina, un adolescente con pelos de gitanillo rebelde, pasó por algunas de las mejores escuelas de música del mundo, incluida la Reina Sofía de Paloma O’Shea. Le oyó tocar una leyenda viva del violín, Pinchas Zukerman, y dijo: “A este chaval le voy a dirigir yo la carrera”. Y así ha sido desde entonces: Jesús trabaja en Nueva York.
“Huan, que me aburro...”
Yo lo conocí cuando unos cuantos nos convertimos en quijotes y decidimos grabar un doble CD con la obra completa violinístico-sinfónica del español Jesús de Monasterio. Era éste no sólo el mejor violinista español de su tiempo -él y Sarasate son los dos más grandes- sino también un compositor como la copa de un pino que está en la raíz misma del nacionalismo musical español. Falla, Granados, Albéniz y los demás dioses de nuestro Olimpo sencillamente no habrían existido sin él, o habrían escrito de otra manera: Monasterio fue quien abrió la senda que los demás siguieron y ensancharon.
Pero a Monasterio, nacido en Casar de Periedo (Cantabria), no le conocía ya casi nadie, como suele suceder en nuestro país. En su tierra hay una avenida y un conservatorio que tienen su nombre. Muy poco más. Desde luego, las autoridades culturales de Cantabria en 2003, con el inenarrable Javier López Marcano al frente, debieron de sorprenderse mucho al enterarse de que había un señor antiguo que, oh casualidad, se llamaba igual que la calle, porque no nos hicieron ni puñetero caso: nuestra idea de grabar por primera vez la gran obra de aquel genio salió adelante gracias a la tenacidad de Elvira Queimadelos, a la sabiduría de Juan de Udaeta y al apoyo heroico de la Agrupación Lebaniega de Santander. Juntamos el dinero no se sabe cómo (sí se sabe: lo cuento en el recuadrito azul) y un día nos vimos todos en el pueblo sevillano de Salteras. La orquesta era impecable: la andaluza Arsian. El director, desde luego, el maestro Udaeta. Y allí vi yo por primera vez a aquel chaval de pelo imposible, vestido con vaqueros y una camiseta astrosa, que llevaba en la mano el legendario Firebird, uno de los stradivarius más famosos del mundo.
Me quedé de una pieza. Yo no había oído tocar así, en vivo, jamás. Lo que hizo aquel chaval de 17 años con la obra de Monasterio, que no es ya difícil sino diabólica para un violinista, no era de este mundo. Ahí está la Grande fantaisie nationale, grabada mientras se estaba casando el Príncipe de Asturias. Ahí está la creación total que hizo con Sierra Morena. Y ahí está, sobre todo, el terrorífico (para el intérprete) Concierto para violín y orquesta en Si menor.
Nunca olvidaremos que aquel muchachillo desgarbado, cuando no le tocaba grabar a él, tiraba de los faldones de la camisa del maestro Udaeta, que sudaba en el podio guadalquivires enteros:
-Huaaan... Que maburrooo... Anda, ¿me deha que marrime a los primeros?
Y a los violines primeros les daba el párkinson, porque el crío genial empujaba una silla y se ponía a tocar con ellos con su Firebird, como uno más. Y saltaban chispas.
O la inhumana cadencia del Concierto para violín. No salía. Una y otra vez, y no salía. El chico: “Huan, andaaa, ¿me deha hasé ese sarto con la cuarta cuerda y no con la primera?”.
-No te dejo, so bestia, porque no se puede, te vas a romper la mano.
-Andaaa, Huan...
Fue a las once, después de cenar y beber un poco, solos en la sala oscura. Salió impecable, perfecta. Y no se rompió la mano. Qué se la iba a romper.
Andando el tiempo, llegaron el concierto de Potes (primera vez en la historia que se interpretaba el Concierto en Si menor de Monasterio en el pueblo donde tuvo su casa), cuando todas las chicas de la orquesta querían hacerse fotos con aquel chico guapísimo de 19 años que ya se había cortado el pelo a lo Beethoven. O el Concierto para violín de Tchaikovski en Barcelona, con la OSB y Eiji Oue, cuando los de Catalunya Música dijeron: “Podremos decir que estábamos aquí cuando Jesús Reina tocó esto”. Y el mismo concierto con Gergiev...