Considero que un hombre, mientras se comporta como tal, es la criatura más vulnerable entre todas. Pero eso no dispensa. En una época donde sólo la esquizofrenia, la estupidez y una mezcla convulsa de adicciones reportan la aceptación social, uno debe perseverar en su ser, debe llevarlo hasta sus últimas consecuencias, dando los rodeos que considere necesarios y a costa de lo que sea, incluso de volverse loco. Si, además, uno es escritor, o viene de serlo, la cosa se complica. Uno aprende pronto que será preciso enterrar parte de su orgullo al objeto de mantener intacta la posibilidad de ensayar esa clase de lujo. Uno es escritor, sí, y para permitírselo, uno se ve obligado a hacerse librero, o copista, o sicario, o cualquier otra cosa absurda y ajena. Uno es escritor y es inocente, cree serlo. Pero apenas dura ese período inicial donde hasta la más compleja utopía se presenta al alcance de la mano. Uno empieza bajo la superstición de que la realidad puede modificarse con unas pocas páginas suyas; esa superstición es de las primeras a las que se accede, y de las más frecuentadas; bajo su influencia, uno considera que debe construir una novela o cualquier otro artificio verbal a cuyos párrafos acudirán todos como medio de entender lo que sucede y de explicarlo; uno se aturde en esa doctrina, se impregna de ella y la profesa con devoción e incluso con furia; pronto uno emprende la tarea, esa obra donde cabe el mundo y el mundo parece ser elucidado... Es una época extraña y feliz e inexplicable; tiene que ver con el amor, con la pasión, con la ceguera que entrañan sus destellos; y como el amor y como la pasión, uno sube veloz y alto, y entonces ve lo que le estaba oculto, se ve allí abajo, ridículo, hablando solo, sin sentido, ve a los otros, su afán como de hormiguero, y se espanta, pierde el control, se abrasa en la luz y se precipita en el abismo. La experiencia es brutal. Si uno sobrevive, si uno es afortunado y, pese a todo, aún sigue amando la palabra, se incorpora como puede y vuelve a la batalla tras asumir lo evidente, que ninguna página cambia nada, que ningún libro explica nada ni soluciona nada, que el verbo, en realidad, es parte constitutiva del problema, el de que la naturaleza del hombre, su verdadero carácter, no cambia, nunca cambia...
(...)
Es así como uno se conforma y accede a otro espejismo, otra ficción que le permita continuar —prosiguió: miraba el vaso lleno de licor—: debe hacer lo que debe hacer, debe llevarlo a cabo para que otros, en algún lugar que no imagina, en cualquier época distante y también fatal, puedan sentirse reconfortados por la caricia invaluable de una mente gemela, tienen derecho a escuchar esas voces a través del tiempo, así como nosotros, en su momento, recibimos las nuestras con un goce y una alegría indescriptibles, sin sorprendernos ni por un momento de que otro ser, un perfecto desconocido perdido en la estela del pasado, se hubiera consumido con la misma furia tras vislumbrar el destino ciego de la condición humana, su inmensa miseria.