—Sin embargo, sigo preocupado. Los intelectuales son nuestros amigos. No debemos perderlos. Pueden originar muchos conflictos.
—No lo harán —dijo Fred Kinnan—. Los intelectuales a que alude son los primeros en gritar cuando todo parece seguro, y los primeros en cerrar la boca ante el menor síntoma de peligro. Pasan años discutiendo acerca de quienes les dan de comer, y lamen la mano de quien abofetea sus respetables rostros. ¿Acaso no han entregado a los países de Europa, uno tras otro, a comités de saqueadores? ¿No se han cansado de gritar que se supriman los timbres de alarma y que se abran los cerrojos para permitir la entrada de tales pistoleros a sueldo? ¿Han vuelto a oír hablar de ellos desde entonces? ¿No proclamaban acso que eran amigos de los trabajadores? ¿Pero alguien les ha oído levantar la voz acerca de las cuadrillas de trabajadores forzados, los campos de esclavitud, la jornada de catorce horas y la mortalidad por escorbuto en las repúblicas populares europeas? Al contrario, proclaman ante los desdichados sometidos por el látigo que el hambre es prosperidad; la esclavitud, libertad; la tortura, amor fraterno; y añaden que, si ciertos enemigos del pueblo no lo quieren comprender, sufren por culpa de ellos mismos, ¡y que los cuerpos mutilados en los sótanos de las cárceles los que tienen la culpa de todos sus problemas, no los líderes benevolentes! ¿Intelectuales? Deberían ustedes preocuparse acerca de otra clase de hombres, pero no de los intelectuales modernos. Éstos se lo tragan todo. Me da más miedo una rata despreciable, perteneciente a un sindicato de estibadores de muelle, porque puede recordar de improviso que es un hombre, y, a partir de entonces quizá no sea fácil mantenerlo a raya. Pero... ¿los intelectuales? Hace tiempo que olvidaron su humanidad definitivamente. Creo que su educación ha tratado siempre de conseguir tal cosa. Hagan lo que quieran con los intelectuales. Lo aceptarán todo.